20 de marzo de 2007

EL PALACIO

Fue un palacio fortaleza, aunque no recuerdo de o para quien. Lo construyeron hace unos cinco siglos, y es enorme. Monumental, que diría Paul. Los muros son de granito, con enormes ventanas que casi abarcan del suelo al techo. Eso, en la planta inferior, la que ahora se dedica a tiendas, bares, bancos. Las otras cuatro plantas tienen ventanas más normales, aunque siguen siendo grandes. Han convertido esas plantas en oficinas, pero también en viviendas. Yo vivo en una de ellas.

El edificio es cuadrado. Es decir, tiene cuatro alas, cada una de cinco plantas, con una torre de otros tres pisos más en cada esquina. Cada ala es tan ancha como un edificio moderno, y tiene un patio interior espacioso como para albergar un jardín, que de hecho es lo que hay alojado, permitiendo que entre mucha luz en todas las plantas, sin importar que no den directamente a la fachada exterior o a la enorme plaza interior. Plaza que además de tener jardines da cobijo a lo que fue un pequeño pabellón de música al aire libre, ahora reconvertido en una de las terrazas de verano más prósperas y famosas de la ciudad.

Una de las alas tiene dos de las plantas dedicadas a centro comercial, con conocidas tiendas de ropa, complementos, agencias de viajes, de todo un poco. La fachada exterior está llena de oficinas de bancos, siempre los primeros en oler el dinero. Y es que este palacio atrae todas las miradas, imponente en su belleza y tamaño. Antaño estaba en las afueras de la ciudad, pero finalmente fue engullido en el crecimiento expansivo de la gran urbe, que lo fue rodeando poco a poco de insulsos edificios de viviendas, todos ellos iguales, sin alma, aunque, eso sí, con piscinas.

Piscina es lo único que le falta a mi edificio. Pero me da igual, porque con sus gruesos muros de piedra, es el mejor lugar para guarecerse del tremendo calor del verano: parece como si entrases en una iglesia. En invierno hace falta poner la calefacción, pero ¿a quién le molesta eso? Los pisos están muy bien acondicionados, al igual que los locales. A diferencia de otros edificios históricos, de éste no se hizo cargo el Estado. Llevaba muchos años abandonado, desde que dejara de ser sanatorio mental, y el deterioro fue haciendo presa de él hasta dejarlo en un estado ni siquiera las arcas del Estado se atrevieron a hacer frente al desembolso necesario para arreglarlo. Pero al avanzar la ciudad, cierto avispado constructor vio que aquello, que en principio podía parecer un saco roto, se iba a convertir con tiempo en una gran inversión, y se asoció con varios magnates del ladrillo más para acometer, juntos, la reforma y rehabilitación del enorme edificio.

Ahora, completamente inmerso en la mejor zona de la ciudad, pocas fincas son tan exitosas y emblemáticas como El Palacio, como se la conoce comúnmente. Así que ha sido una suerte que Paul lograra que nos hiciésemos con la sala de fiestas. Está en la zona de marcha, en el ala norte, y si ha quedado vacante ha sido por defunción del dueño. La familia estaba deseando vender para irse definitivamente de la ciudad y dejar atrás ciertos escándalos vinculados con el local, drogas y sexo, que al parecer estaban destrozando los nervios de la viuda y habían sido los directos responsables de la muerte del dueño, en lo que socialmente se llamó extrañas circunstancias, pero en los mentideros se sabía que de extrañas no tenían nada: sobredosis en medio de una orgía. Escándalos que, a nosotros, nos resultan fecunda y gratuita publicidad.

17 de marzo de 2007

DUELO

Tres generaciones atrás, el cabeza de familia y de la empresa, en una reunión con sus empleados de mayor rango, a quienes consideraba su círculo íntimo, entre puros, pipas y vasos de coñac, confesó, de muy buen humor, que cuando su padre murió, lo único que logró devolverle el ánimo y centrarle en el trabajo había sido una noche entera de putas. Así, en plural. Putas. Cuantas más, mejor. Por tanto, cuando el muriese, dijo, quería que ellos, sus amigos, y su hijo el primero, celebrasen un duelo de putas. “Iros a una buena casa de citas, reservad la noche entera con todas las chicas, que la empresa os lo pague, y follad por mí. Follad con todas ellas, hasta que no os queden fuerzas. Follad hasta encima de mi ataúd. Sí, llevaos mi ataúd y folláoslas a todas encima de él. Así yo también estaré de putas, con vosotros. Que mi última noche en la tierra sea rodeado de putas y de sexo. Después, podéis quemarme y darle las cenizas a mi viuda.” Así que cuando murió, su hijo mayor y aquellos amigos cogieron el ataúd tras el funeral, a escondidas de la viuda y el resto de la familia, lo llevaron a un afamado burdel y se pasaron la noche bebiendo, fumando y follando.

Al principio les pareció un poco extraño. Una cosa es irse de putas, y otra hacerlo en común. Quien más quien menos había sido cliente alguna vez de ese burdel, o de otra casa de citas. Pero eso de sacarla delante de los otros y follarse a una tía, delante de todos, eso… eso era algo muy diferente. Además, y después ¿qué? ¿Con que cara se mirarían al día siguiente? “Juradme que lo haréis”, les dijo él, y ninguno se atrevió a decirle que no al jefe. Así que pusieron el féretro en medio de la sala principal de la casa de putas, colgaron en la puerta el cartel de “fiesta privada”, y empezaron a beber y a fumar. Bebieron hasta que estuvieron lo suficientemente borrachos como para que el después de no les importara una mierda. El miedo dio paso a la lascivia y el placer de la trasgresión. Y follaron, follaron toda la noche. Follaron juntos, en aquella sala. Follaron borrachos de alcohol y ebrios de deseo. Follaron en los sillones, en las sillas. Follaron en las paredes, en el suelo, follaron en todos los muebles. Follaron varios a la vez a una misma puta, follaron a varias a la vez. Y follaron, por supuesto, encima del cuerpo del difunto. Amanecieron esparcidos por la habitación, desnudos y ahítos. Y se desperezaron sabiendo que el después daba exactamente igual.

Quizás no fuese una noble tradición, pero era la tradición. Había sido cumplida con cada nueva defunción, de manera ritual y precisa. Y en cada ocasión las mismas preguntas, con exactamente las mismas respuestas. Tradición y rito. Un rito para el final de las cosas, y para su inicio. Un rito que se repetía en sus premisas básicas, aunque algunos aspectos cambiasen. El lugar. Las personas. Sin puros ni pipas. Con drogas de diseño. Pero siempre las putas y el féretro. Y el hijo mayor, heredero de la empresa y de la tradición. Quizás no fuese una noble tradición, pero era la tradición.

16 de marzo de 2007

ATREZZO

Paul nos ha mandado de compras. Es una de las cosas de mi trabajo que más me gustan: las compras de atrezzo. Que Paul nos pida a nosotras que hagamos las compras es uno de esos detalles por los que le queremos tanto. Confía en nosotras, en Marta y en mí, para cosas que no confía en ninguna otra de sus chicas. Por ejemplo, no duerme con ninguna de ellas, salvo con nosotras, de vez en cuando. Ese es uno de los aspectos en que nos distingue. Otro es el de las compras. Hoy, Marta y yo iremos a comprar atrezzo.

Ha venido un grupo musical americano a dar un concierto. Están de gira por Europa y han escogido esta ciudad para uno de sus tres conciertos en España. Así que vamos a organizarles una fiesta para cuando el concierto, que es el tercero y su despedida de nuestro país, termine. Son gente muy especial y vamos a dedicarles tiempo y esmero. Con gente del espectáculo, tan acostumbrados a fiestas y glamour, hay que currarse mucho hasta el más pequeño detalle, porque ya han visto de todo y se cansan con facilidad. Pero Paul sabe siempre como hacer felices a los clientes. Bueno, y nosotras también. No hay porque ser modestas.

Para estas compras, Paul nos da las tarjetas especiales. Probablemente gastaremos mucho, aunque afortunadamente lo más caro ya lo compramos hace unos meses. Somos socias de Paul del plato fuerte del negocio: las fiestas de estrenos. Es otra muestra de que para él Marta y yo, sus Damas Afligidas, somos especiales. Para poder hacer las fiestas en condiciones, hemos comprado nuestra propia sala de fiestas. Y, como no podía ser de otro modo, el local está en el mismo edificio en que vivo. Es el edificio más fascinante del mundo.

Nos llama así, sus Damas Afligidas, desde la primera fiesta. Un cliente muy importante, o dicho de otro modo, con mucha pasta, nos pidió una fiesta para celebrar un funeral. Es un señor (y lo es, aunque vaya de putas), y cuando su padre murió, siguiendo una especie de tradición familiar, quiso celebrar su defunción con una fiesta de difuntos. Fue nuestro estreno, la primera vez que un cliente pedía algo de tales características y dimensiones. Su padre, el fallecido, era uno de esos empresarios que no salen en las revistas del corazón, de los que amasan enormes fortunas y tienen miles de empleados, pero que viven su vida de modo discreto, es decir, que no sacan pluses vendiendo su vida privada. Paul dice que esos son los ricos de verdad, y los buenos clientes. No solemos hacer negocios con imanes de paparazzi. Nos gusta la discreción, y a nuestros clientes también.

El duelo, como llamamos finalmente a la fiesta, era, al parecer, deseo expreso del fallecido: una fiesta para sus amigos y socios, una docena de ejecutivos, todos más jóvenes que él, todos hombres normales con billeteras extraordinarias. Entre ellos, su hijo mayor. No quería tristeza alrededor de su muerte, o, al menos, no quería sólo tristeza. El funeral tradicional ya había dejado sus lágrimas y pesares bien claros, todo entre los miembros de su familia y allegados. Para sus compañeros y socios, quería otra cosa, pero no cualquier cosa: quería mantener una tradición familiar. Cada vez que el cabeza de la familia y director de la empresa moría, un selecto grupo de ejecutivos de la empresa lo celebraban yéndose de putas.

Ah, sí. Me llamo Marta, y soy puta.

8 de marzo de 2007

LECTURA

Me gustaría dejar claro que sí que leo. Lo que pasa es que no es una de las cosas a las que más tiempo dedique. Además, no leo a Paul Auster, pero sí al resto.

No tengo un paladar muy exquisito respecto a la lectura. Me leo cualquier cosa, desde las publicaciones de La sonrisa vertical (nunca sabes si vas a descubrir algo nuevo) a libros de autoayuda. A mí no me pasa nada, pero algunas de mis amigas están siempre echas un lío, y cuando no se enamoran de quien no deben, sufren de tristeza por no ser madre o cualquier otra gilipollez, así que me gusta tener consejos en la recámara para cada ocasión. El libro que me estoy leyendo ahora mismo es un clásico griego, la Anábasis de Alejandro (no recuerdo el autor). Me lo ha regalado Paul.

Paul mi, mmm, mi apoderado, mi manager. No Paul Auster, no nos confundamos. Ya hemos quedado en que Paul Auster es mi amor platónico, y Paul mi apoderado se llama Ramón, en realidad, pero no le gusta nada su nombre y se hace llamar Paul. Muchos de mis amigos, aunque más amigas, se han cambiado el nombre por razones similares. En el caso de Paul, hasta se ha permitido el lujo de cambiarlo en el registro civil, lo que vale una pasta. O eso me dijo, vamos.

Paul se llama Paul por Paul Newman, no por Paul Auster. Dice que ha sido el hombre más guapo, con más clase y los ojos más bonitos que jamás ha existido, y que si alguien debería haber interpretado a Alejandro Magno en la peli, ese debería haber sido Paul Newman, y no el vulgarzuelo (lo dice él, a mí sólo me parece soso) de Colin Farrel. Entre el pelucón rubio y que él y los demás actores parecían unas nenas y no unos guerreros (esas miradas lánguidas que no le salen ni Gwyneth Paltrow), aquello quedó hecho una mamarrachada. Tony Curtis era gay y daba para más macho que todos esos juntos. La única que se salva del reparto era Olimpia. Eso sí que era una guerrera.

A Paul le hubiese gustado, más que nada en el mundo, ser como Paul Newman. Elegante, metro ochenta, ojos profundos, pero lo único que tienen en común es el pelo rubio. Paul es tirando a rechonchito, y por más que se machaca en el gimnasio, su musculatura sigue estando debajo de una capa de grasa homogénea que él detesta, pero que a mí, las veces que se queda a dormir en casa, me encanta acariciar. Es gustoso y suave al tacto como una mujer. Pero a él le gustaría pasar del metro setenta para parecerse a Paul Newman. Que, por cierto, no sé yo de donde se ha sacado que Paul Newman mida metro ochenta, porque si algo es engañoso del cine es la estatura de los actores. La mayoría son más bien bajitos. Pero yo no le digo nada a Paul, porque en el fondo, ¿quién soy yo para contradecirle? Para mí, Paul Auster es alto, muy alto, y la realidad me la trae al fresco. Supongo que a Paul también. Él idealiza a Newman y yo a Auster, y la realidad la dejamos para el precio del alquiler, la lista de compra y otras cuestiones de índole pragmática como esas.

A Paul le encanta la literatura, y como buen manager le gusta que sus estrellas tengan más tema de conversación que su trabajo o los tópicos de la tele, el cine y la música. Dice que eso, el ser leídas y cultas, nos da más caché. Y no le falta razón, porque nuestros clientes suelen esperar de nosotras algo más que lo obvio, y nuestras fiestas de estrenos, por ejemplo, se han hecho muy populares. Pero de eso ya hablaré otro día. Contaba que a Paul le encanta la literatura. Se pasa horas en la librería... deshojando la margarita de la elección, apuntando en esa libreta que siempre lleva consigo los títulos de los libros que le llaman la atención. Así, cuando va con prisa, puede ir directamente a por alguno de su lista. Porque no le gusta nada pasar por la librería sin comprarse algo, o comprárnoslo a nosotras. Casi todos los libros que tengo me los ha comprado él, y con su dinero, no con el mío, que administra. No me compra regalos de chica, ropa, joyas, ni cosas así. Él siempre me regala, nos regala, libros. Así que no leer sería algo así como hacerle un feo, despreciar lo mucho que se interesa por mí y no valorar la amistad que nos une desde hace ya tanto tiempo. Porque, además de mi manager, además de ser mi apoderado y administrador, Paul es mi mejor amigo.

7 de marzo de 2007

LIBROS

Tengo en casa muchos de sus libros. De Paul Auster, quiero decir. Pero en realidad sólo he leído algunos trozos al azar aquí y allí. Leer requiere tiempo y concentración, y yo prefiero dedicar tanto lo primero como lo segundo a otros menesteres. Como, mmm, cocinar tartas o ir de compras. O quedar con Marta y otras amigas para tomar margaritas y despotricar de los hombres. Ooohhh, sí. Nos encanta despotricar, criticar y contar todos los detalles inapropiados con pelos y señales. Y no es sólo cosa nuestra. Es algo que las mujeres siempre hacemos, a poco que nos tengamos confianza. El otro día vi un programa en la tele, uno de esos de debates chuscos y mal llevados donde hablaban de eso, hombres y mujeres, y una de las invitadas negaba que las mujeres hablásemos. Menuda mentira. Hablamos todas. Puede que no con cualquier mujer, pero si hay verdadera confianza, nos contamos hasta lo más inconfesables. Y con Marta y las chicas, lo inconfesable es el pan nuestro de cada día.

Pero yo hablaba de los libros de Paul Auster. Los tengo en mi estantería especial, esa que uso sólo para poner mis fetiches. Hay un suéter blanco de cachemir que ya no me pongo pero adoro, varias muñecas de porcelana con trajes que he hecho yo misma (las putas más delicadas que has visto en tu vida, jajaja), una taza que robé de aquel gran hotel hace mucho tiempo, postales que me envío yo misma cuando viajo. Bueno muchas cosas, y no os las voy a decir todas ahora, o no acabaría nunca.

Eso sí, están los libros de Paul Auster. El primero me lo regaló Marta, porque cuando un día, estando en su casa rodeadas de los vestigios de una noche de juerga, lo cogí distraidamente, me quedé parada y ruborizada de emoción al ver la foto de Paul en la contraportada. Era el hombre más atractivo y guapo que había visto en mi vida. Marta se dio cuenta de mi silencio y, al verme sonrojada, se me acercó, me quitó el libro de la mano y soltó una carcajada que me hizo dar un respingo. "Sí, es tu tipo.", dijo mientras se reía, y me regaló el libro. "Es la historia de un muchacho que puede volar. Te gustará".

Pero no me lo he leído. Me da miedo leerlo y conocer a través de sus escritos al autor, a Paul, y que no me guste. Y he decidido que va a ser exactamente como yo quiera. Lo hombres de verdad siempre son decepcionantes. Por eso, aunque siempre que quiero puedo ver en el metro a "Paul Auster", he decidido no acercarme a él. Prefiero la fantasía a la realidad y el cosquilleo del amor platónico a ningún orgasmo seguido del pitillo del desaliento. Paul es mío y sólo mío.

6 de marzo de 2007

METRO

Todas las tardes paso por la estación de metro de... para poder verle. Siempre está a la misma hora en el mismo sitio, cosa increíble, porque la primera vez que le vi pensé eso tan manido de "ojalá pueda verle de nuevo, ojalá siempre que pase por aquí él esté ahí, leyendo, esperando a Dios sabe quien, ojala...", en fin, ese tipo de pensamiento romántico absurdos que tan bien se nos dan a las mujeres premenstruales. Menudo dolor de ovarios tenía aquel día, por cierto.

Normalmente cojo poco el metro, porque mis trabajos, los dos, están en el mismo edificio en que vivo. Mi edificio es impresionante desde cualquier punto de vista y tiene todo lo que necesito para ser feliz. Pero de vez en cuando me doy una vuelta por ese "salvaje mundo exterior" (jajaja) y, cuando lo hago, me gusta viajar en metro. Me gusta cuando va abarrotado y los olores y voces se entremezclan, cuando sube uno de esos músicos con amplificador y el vagón se vuelve caja de resonancia de desafines y vulgaridades, y de algún modo la temperatura aumenta por el cabreo de la gente que lucha por no perder los tímpanos sin parecer descortés. Me hace gracia, que queréis que os diga. Aunque admito que, si tengo resaca o dolor de cabeza espontáneo, soy la primera que me cabreo. Eso sí, yo no me limito a sentirme incómoda: le doy diez euros si apaga el dichoso trasto y a relajarse. Todo se puede comprar con dinero, y la inactividad es de lo más barato del mercado.

Pero me estoy yendo por los cerros de Úbeda (algún día tengo que ir a verlos, por cierto). Decía que cojo poco el metro porque no lo necesito para ir a trabajar y porque mi entorno me proporciona todo lo que necesito para ser feliz. Todo, salvo a él.

Por supuesto, él es una fantasía construida sobre la casualidad y la miopía a partes iguales. La casualidad me llevó aquel día a aquella hora a esa parada de metro, cargada de bolsas y arrepentida de haberme puesto, precisamente aquel día, los tacones que me regaló Marta. Marta es mi amiga más cercana y querida, y es posible que en parte eso tenga que ver con que nos llamamos igual y trabajamos en lo mismo. Bueno, al menos eso contó a la hora de empezar nuestra amistad. Pero a lo que iba. Los tacones me estaban matando, el metro iba hasta los topes y yo me moría por comerme las trufas que llevaba en una de las bolsas. Así que salí del vagón y busqué un banco donde sentarme a descansar y deleitarme con el transgresor dulce de chocolate. El que encontré vacío estaba en la parte de la estación que conduce al cercanías y desde la que se ve, debajo, la salida a la Plaza de... Yo me quedé en la parte de arriba, que es abalconada y tiene una baranda de metal con muro de frío cristal perfecto para apoyar los pies ardorosos y doloridos. Solté las bolsas, me quité los zapatos, apoyé los pies en las vidrieras, cogí las trufas y me dispuse a deleitarme con el dulce y las vistas.

Iba por la tercera trufa (de una caja de ocho, de esas grandes y blandas de mi pastelería favorita), cuando le vi aparecer, entrando por la puerta de la calle, caminar hasta mitad del pasillo, tranquilamente, sin la acostumbrada prisa de los transeúntes de la estación. Una vez allí, se apoyó contra la pared con un hombro, cruzó la pierna derecha con la izquierda a la altura del tobillo y se puso a leer. Alto, delgado, espigado diría yo, moreno y vestido de colores oscuros. Dejé a un lado la caja con las trufas, me chupeteé los dedos para quitar los restos de chocolate y me asomé, sin disimulo alguno, para apreciar mejor a aquel Adonis de azul marino. Entrecerrando los ojos para enfocar mejor (JA), me constaté en mi más bien imaginada que real apreciación: aquel tipo era Paul Auster.